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Hay que dar novilladas, muchas novilladas, novilladas a todas horas, por las mañanas, por las tardes, por las noches, de madrugada, al amanecer y que estas jóvenes promesas aprendan y se curtan en el noble arte del trapazo, de desentenderse de la lidia, de no saber poner un toro en suerte, del abuso del pico, del trallazo destemplado, de retorcerse como un muelle, del medio pase, de largar trapo en línea, del arrimón más vulgar y menos elegante, del alargar las faenas incluso más allá de los límites de la paciencia del respetable, del exilio del temple en el toreo, de las manoletinas, del espadazo traicionero en los blandos y de mendigar despojos, y en caso de emergencia, pegarse una vuelta al ruedo a la salud de la madre superiora.
Tres promesas que para muchos están al borde de convertirse en maestros consumados, Álvaro Lorenzo, Ginés Marín y Varea, que aparte de mostrar su maestría en todo lo anterior, circulan por los ruedos como divinidades de esta tauromaquia moderna. Confunden, como muchos, la lentitud de un inválido moribundo con el temple, el arte con el amaneramiento y el toreo con el destajismo pegapasista. Si hasta parecía que habían gozado de ese privilegio reservado a los más grandes de elegir meticulosamente los animalejos que les van a salir por la puerta de chiqueros. Imagínense el corte de estos tres figurones en ciernes, que hasta el señor Casas ha perdido el norte despotricando contra un presidente que desoyó los deseos de la masa y que igual echó su cuarto a espadas poniéndose en la piel del aficionado. Nada importaba el desfile de becerros escurridos de El Parralejo, ni que no aguantaran no solo un tercio de varas medianamente coqueto, sino tan siquiera una visita al practicante. Toreabilidad, durabilidad, pegapasibilidad, pero ni una gota de picabilidad. Es lo que tienen estos tiempos.  Un par en todo lo alto de Iván García |
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