Quien no ha presenciado una tienta de hembras debería buscar la ocasión para ser invitado a una porque en ella, en un solo día, aprenderá del toro bravo mucho más que en muchos años asistiendo a corridas de toros.
Advierto que conseguir tal invitación no es fácil pues los ganaderos son celosos de su trabajo campero y toda persona extraña estorba. Más aún si se trata de la delicada labor de selección de los vientres que han de engendrar, literalmente, el futuro de la ganadería. Difícil, pero no imposible conseguir tal invitación. Sin embargo, el así privilegiado deberá comprometerse a cumplir las severas reglas de conducta que le impondrá el ganadero, y que lo convertirá en una especie de extraterrestre silencioso, necesariamente mudo, discreto y preferentemente invisible. No exagero, un ganadero serio trabaja concentrado en sus reses y lo menos que necesita es un curioso mirando por sobre sus hombros. No digo siquiera que se atreva a opinar o discutir sus decisiones, lo que sería una impertinencia inadmisible.
Es necesario puntualizar que estoy hablando de tientas de trabajo no de aquellas que se realizan, para pasar un día entretenido cuando el ganadero suelta algunas vacas seleccionadas para el lucimiento de la figura invitada o del señoríto que quiere hacer sus pininos en el arte de Cúchares. En esas reuniones sociales, la preocupación de los numerosos invitados no está en los animales que se tientan sino en los personajes que han de torearlos, cuando no en los potajes y vinos que han de servirse en el almuerzo.
Si en una corrida, el protagonismo corresponde a toro y torero, y una multitud es la que juzga el comportamiento de cada uno de ellos, en la tienta de hembras, la vedette es cada una de las vacas -de dos o tres años- que desfilan por el ruedo y a las cuales todos los toreros –sin lucimiento personal- están obligados a servir para hacer brillar sus calidades o descubrir sus defectos para que el ganadero -único espectador autorizado y con el poder de un emperador romano- emita opinión de suyo inapelable, según la cual la brcerra será seleccionada como madre de reses bravas o, a su tiempo, carne de camal.
He asistido a muchas tientas de trabajo y de las otras, pero guardo especial recuerdo de una. Fue en el año 1972, en la ganadería de La Viña, al norte del Perú, dos años antes que el dictador Juan Velasco Alvarado despojara a los legítimos propietarios de tierra y ganado para entregárselos a los trabajadores de la hacienda quienes, finalmente, mal la administraron, se comieron o vendieron el ganado de lidia, y llevaron la empresa a la ruina y total extinción.
Cuando visité La Viña, la delicada labor de preservar y desarrollar la ganadería estaba en manos de uno de los personajes taurinos que más sabe de estos asuntos en el Perú: Amado Lora, quien, según lo informado por uno de sus hijos, sigue viviendo en Chiclayo y, a los 84 años de edad, goza de buena salud. Los profesionales que intervinieron en aquella tienta fueron los matadores de toros Daniel Palomino, Andrés Alfaro y Rafael Puga, quien al año siguiente ganó el Escapulario de Oro de la feria del Señor de los Milagros 1973. Como picador -hombre importantísimo en la tienta- Juan Manuel Díaz (padre)
Han pasado 34 años de aquella experiencia pero los momentos que entonces viví y las cosas que aprendí en esos cuatro días de trabajo, en los que se tentaron 60 vacas y dos sementales, no se han borrado de mi mente. Cada jornada tomaba, en promedio, ocho horas -sin interrupción- y se desarrollaba más o menos así: A las 7:30 AM estábamos todos en la placita de tientas y cada uno tomaba su lugar en los burladeros. Yo, de acuerdo a lo recomendado, ubicaba en uno que no estorbase la acción de los toreros. En el ruedo, frente a la puerta de salida, estaba el picador. Sobre el muro una decena de jóvenes y niños –abrazados a su muleta- en perfecto silencio. Todo preparado en los corrales. Amado Lora decía: “¡A taparse!” y todos, excepto el picador, desapecíamos tras los burladeros. La inmovilidad era total. Mis ojos apenas asoman sobre la valla, sabía que si distraía la atención de la vaca próxima a salir podría estropear la prueba. A la voz de “¡Puerta!” se abría el toril y aparecía la becerra. El picador al frente, permanecía inmóvil. Desde el momento que la vaca pisaba el ruedo empezaba a ser evaluada por el ganadero. Una, con andar cansino, salía como si no importara mucho lo que la rodeaba, otra, por el contrario, lo hacía muy atenta a lo que sucedía en su entorno. Todo quieto. El picador empieza a mover la cabalgadura para llamar su atención y la becerra se arranca y embiste –aunque no falta aquella que se asusta y retrocede. Al recibir el picotón –con una puya no mayor de centímetro y medio de altura- la vaca insiste y recarga, o sale huyendo. Si recarga, el matador de turno, capote en mano, sale de inmediato para sacarla del caballo y ponerla nuevamente en suerte. Alguna no regresa por más y mira al caballo como al diablo. Otra lo hace por segunda vez, pero no vuelve por la tercera. Alguna aguanta cuatro y cinco puyazos, y otra ocho y diez. ¡Bravura comprobada!
En otros tiempos la prueba de la pica era suficiente para calificar y aprobar vacas bravas pero, luego, las figuras exigieron al ganadero –bajo amenaza de no torear sus toros que no fueran sino dulces y descafeinados- realizar la selección buscando insuflar en sus pupilos nobleza y buen son que permitiera el lucimiento del torero. Con ello se asestó a la fiesta la puñalada mortal que habría de quitarle emoción y verdad. Nació entonces el toro “artista”, que no es otro que un bobalicón que no se cansa de embestir, y ante el cual, los llamados matadores de toros, componen la figura y hacen como que torean repitiendo faenas ensayadas frente al espejo y que suelen culminar con estocadas defectuosas que la prensa asalariada se encarga de justificar, entre otras necedades, con aquello que “habrían merecido trofeos si los aceros no le hubieran hecho una mala pasada”. Burla total.
Es por ello que todas las becerras, aún aquellas de bravura comprobada en la pica, debían pasar por el examen de muleta en la que Palomino, Alfaro y Puga ponían lo mejor de sí para mostrar las calidades de cada becerra, en su embestida. Bravas y con buen son, unas. Bravas y con embestida descompuesta, otras. Unas embestían sin cansarse. Otras, al cuarto muletazo se paraban. Había las que acudían citándolas de lejos y las que, en corto, no se arrancaban. Mil variantes que Amado Lora debía evaluar hasta que llegaba el momento en el que decía: “¡Vista!”, dando por terminado el examen y la parte formal de la tienta. Era entonces cuando se dirigía a los pacientes espontáneos que sentados en el muro esperaban con ansias la señal del ganadero que con el dedo índice le dijera “¡Tú!”, lo que tenía el efecto de ser el toque divino que lo hacía saltar como resorte para enfrentarse a la vaca imaginando era el toro soñado, en la misma Maestranza de Sevilla. Hubo momentos en que, ante una vaca realmente buena, el ganadero dijera “Voy” y cojeando -debido a un accidente que tuvo con un caballo- saliera a darle unos muletazos. ¡Aficionado a carta cabal!
Terminado el divertimento con la vaca, venía la parte crucial de la tienta: La decisión suprema del ganadero. Se lazaba la vaca por cuello y patas y se la tendía. Se le cortaban los pitones -señal de haber sido tentada. Luego el mayoral levantaba la cola de la res y, mirando al sumo pontífice, esperaba su señal. Un gesto de manos de Lora indicaba si la res debía conservar la cola, signo inequívoco que había sido seleccionada como madre, o debía ser cortada, sellando su destino al camal.
Aquella experiencia fue extraordinaria y aprendí cosas con relación al toro bravo y la pica, que me dieron argumento suficiente para exigir que, contrariamente a lo que establece el reglamento taurino español y la mayoría de los reglamentos hispanoamericanos actuales, el mínimo de puyazos que debe recibir un toro de lidia en una plaza, para apreciar su condición de bravura, no pueden ser menos de tres; la razón:
• Al primer puyazo van todos los toros.
• AL segundo puyazo, los bravos y los tontos.
• Al tercer puyazo, sólo los bravos.
Fue también cuando me quedó claro que los intereses del ganadero coinciden con los de los aficionados, quienes con nuestro dinero solventamos la fiesta y exigimos el toro íntegro que muestre su bravura en la suerte de varas pero sin ser descalabrado en ella, para que llegue a enfrentar dignamente la faena de muleta y la suerte suprema sin mostrar el triste espectáculo –tan común hoy en día- del inválido que lastimosamente pide la muerte.