El valor de la amistad verdadera es tan grande que, ni el paso del tiempo, incluso el silencio entre dos personas que se quieren, logra mitigar el cariño que una persona pueda sentir por otra. Es verdad que, a veces, los asuntos nos distraen y, el amigo querido, de no vivir cercano a nosotros, dejamos de tener ese contacto que, cuando lo hacemos, tan reconfortante no resulta. Claro que, el silencio aludido, en ocasiones, nos produce impresiones aterradoras. Lo digo porque, hace unas fechas, tuve la feliz idea de llamar a una amiga querida en Madrid y, mi sorpresa, resultó ser tan grande como mi llanto. Al llamarla, sus palabras, no denotaban angustia alguna pero, quién esto escribe, intuyó en la voz de Sandra, un timbre distinto al de tantas ocasiones como habíamos hablado con anterioridad. Sin pretenderlo, hurgué en su herida y, al final, me lo confesó todo. Un accidente de automóvil la había dejado tetrapléjica.
Cierto es que, días pasados, con motivo de la feria del libro de Madrid, tenía yo previsto desplazarme a la capital de España y, aprovechando la coyuntura, lógicamente, me acerqué al domicilio de Sandra y, al vernos, no pudimos contener la emoción y, lógicamente, tanto en ella como en mi persona, las lágrimas, florecieron en nuestros rostros; era inevitable. Yo sabía, porque así me lo había contado, lo que en verdad había sucedido pero, la verla, me quedé perplejo. Sandra es periodista y, por ese vínculo de la información, en su día, pudimos conocernos. Me cupo el honor de trabajar junto a ella en cuestiones del periodismo y, de forma inevitable, nació esta bendita amistad que, tras algunos años perdura y tiene la misma vigencia que el mismo día que nos conocimos.
Dije que, vivir, es lo realmente importante. Sandra, ahora mismo, está viviendo pero, ha pagado un precio muy caro. Ella está viva, nada es más cierto pero, como me confesara, muchas veces, desea la muerte; y la entiendo. A veces, la línea que separa la vida de la muerte es tan sumamente fina que, se puede romper en un suspiro. En realidad, vivir sin vivir, apenas tiene sentido. A este respecto, recuerdo a un amigo querido que, para mayor dicha, era el rey de la toreria mexicana y, el día que los médicos le prohibieron que toreara, unos meses después, optó por quitarse la vida. Me refiero a David Silveti que, cosido a cornadas y lacerado su cuerpo con innumerables lesiones, cuando vio que no podía torear, ahí murieron todas sus ilusiones, hasta el punto de marcharse hacia un mundo mejor. Por esta razón, puedo entender a Sandra. No tengo argumentos para secundarla, pero si para comprenderla.
Ante todo, la reflexión en el camino que quiero hacer con este relato, no es otra que, a la hora de coger un automóvil, pensemos que, en ese instante, nos estamos jugando la vida y, lo que parece tan obvio, millones de personas, se lo toman a broma. Dicha reflexión, Sandra, la tomó muy tarde; era tarde para todo puesto que, tras haber sufrido un brutal accidente de circulación, todo ello, como ella misma confesara, por una estúpida imprudencia, tras algunos meses en el hospital, al final, ha quedado prisionera en una silla de ruedas. La pena de cuanto digo es que, nadie escarmentamos en cabeza ajena; pero es muy triste que, al final, para entender la belleza de la vida, lo hermoso del cotidiano caminar, como explico, es lamentable que, una desgracia, como le pasara a Sandra, sea la que nos haga entender la propia vida y, de forma desdichada, la lección, la tomamos tarde, de ahí la desesperación en la que luego nos vemos sumidos.
En definitiva, somos tan pobres que no podemos predecir nuestro futuro; ni siquiera sortear los peligros de cualquier enfermedad que nos pueda atenazar; cosas que, obviamente, se nos escapan de las manos y, sin ser dueño de la situación, caemos donde la vida quiera llevarnos; lo realmente brutal es que, situaciones como la descrita con Sandra que, ante todo, se pueden evitar y que, brutalmente, seamos tan torpes de jugar en contra de nuestro destino. Sandra y cientos de miles de personas esparcidas por toda la faz de la tierra, son el ejemplo de cuanto digo.