“Pareciera que las grandes broncas en las plazas de toros habían quedado en el olvido”, me decía esta mañana efusiva mi dilecta amiga y compañera Vicky Lozano, tras comentar el broncón que había armado Guillermo Martínez en León, Guanajuato… y me reiteraba, “aquellas broncas que escenificaron Garza y El Soldado que hicieron que fueran a parar hasta la cárcel, o las que provocaba Manolo Martínez dormían el sueño de los justos. Los toreros tienen que decir siempre algo no pasar desapercibidos”.
Efectivamente, han existido triunfos muy significativos que provocan que el respetable se conmueva hasta la sublime locura, o bien, las protestas por los pequeñajos que luego aparecen en el redondel, pero hacía tiempo que no se había vivido una bronca creada por un torero, tan descomunal, como la que fui testigo el domingo pasado en la Feria de León.
Todo comenzó cuando durante la lidia del séptimo un manso y peligroso ejemplar de Campo Hermoso -que al igual que los otros tres lidiados en esa tarde fueron unos auténticos marrajos- de nombre Señorón, no quería acudir a los caballos, si… el público estaba hastiado de tanta mansedumbre de tantos toros tan malos, y cuando vieron esto comenzaron a increpar al torero; luego los señores banderilleros entraron en una especie de pánico y el tercio de rehiletes se alargó tanto que ya no aguantaba nada la asistencia.
Comenzó la faena el torero y la gente a meterse muchísimo más con él, a pesar de que estaba intentando meter al huidizo y peligroso ejemplar que buscaba al torero más que a su muleta, pasó el prólogo y dos series con la diestra las agresiones e insultos crecieron en proporciones geométricas y el de Jalisco decidió ir al callejón consciente del broncón que sobreviniera.
Foto archivo
Hacía mucho tiempo que en México no había visto que un torero no provocaba tal enfado y tal apoyo en los tendidos, mientras unos le denostaban con fuerza inaudita, otros exclamaban su apoyo.
La plaza de León era un auténtico polvorín… las pasiones estaban desatadas, y mientras la autoridad hizo notar su confusión, ya que no supo cómo actuar ante el broncón que se había gestado en los tendidos, todo parecía inacabable.
Muchos le pidieron al torero que regresara al redondel a terminar su actuación, y en un momento dado lo hizo; de inmediato de hinojos dio dos molinetes, una serie con la diestra y otra por el lado natural, y todos los que le increpaban junto con los que le apoyaban gritaron los más sentidos y estentorios olés de toda la tarde.
No se podía creer pero estaba ocurriendo.
La gente quería más, pero en la realidad ese marrajo al igual que los otros que aparecieron esa tarde de Campo Hermoso, buscaban herir a los toreros, y por ello dejó el de Guadalajara un espadazo que le hizo sucumbir de inmediato al morucho, y mientras unos de pie ovacionaban al tapatío, otros lo insultaban todavía más, parecía que la bronca no iba a terminar, estaba cimbrando el coso leonés de la pasión encendida.
Y fue entonces cuando recordé lo que son también las grandes tardes, no sólo al izar a los triunfadores tras excelsas obras de arte, sino también por imponerse a la adversidad y llegar a provocar estas reacciones en el público.
Bien decía Arthur Shöpenhauer: “Dígase la verdad aunque sea motivo de escándalo”, y el joven torero de Jalisco dijo y defendió su verdad aunque fuera motivo de escándalo.
La tarde terminó y al final como me dijo mi maravillosa Vicky Lozano,"… el torero no pasó desapercibido porque las broncas también son taurinas, y hacen igualmente mucho bien a nuestra anquilosada Fiesta, provocan deseos de volver a ir a una plaza de toros; ojalá y muchos más toreros recuerden las grandes broncas de Garza y El Soldado que hacían que el público regresara y llenara las plazas, y luego entonces ellos regalaban extraordinarias faenas demostrando porque eran grandes”.