Mientras un país entero se debatía entre el miedo y la indignación que produce saber que una persona infectada de ébola ha andado por ahí visitando a parientes, acudiendo a la peluquería y viajando en ambulancias, algunos gilipollas se preocupaban por la suerte que había de correr el perro de la protagonista de la historia. Ellos son así: basta que se enteren de que se va a realizar una ‘supuesta’ injusticia contra un animal, nada más y nada menos, para que se movilicen los treinta o cuarenta comprometidos de turno. Hasta disturbios dicen que hubo en la puerta de la casa donde vivía el perro con sus dueños. Al final, lo más interesante es salir en el telediario siendo arrastrado por las fuerzas de seguridad. Con ese curriculum luego uno puede ir al zoo y pedir asilo político en cualquiera de las jaulas, aunque lo que en realidad les gustaría sería romper los candados y pedir el asilo en la jungla más cercana. El activismo es así. No obstante, hay que volver a insistir en la falta de humanidad de aquellos que pretenden equiparar los derechos de los animales a los de las personas, de aquellos que montan en cólera porque la eutanasia no es legal para los humanos y lían la de dios es cristo porque se va a ‘eutanasiar’ a un perro infectado de un virus mortífero. Y así siempre, oiga. El día que puedan nos lidian a todos con la tauromaquia de los tiempos de Goya.
En la misma semana visitó nuestro país Morrisey, antiguo líder de los Smith, ídolo musical de mucha gente -entre ellos de este que escribe-, persona de ideas un tanto polémicas y extravagantes, amante de los animales y líder de opinión. Las declaraciones de Morrisey sobre la tauromaquia no se hicieron esperar. A penas faltaba una semana para que el de Manchester se presentara ante el público de Madrid y ya había lanzado a los periódicos su propuesta para mejorar el nivel cultural de un pueblo. No me pidan las frases textuales, que las he olvidado, pero a grandes trazos venía a ser algo así como: el toreo es intolerable, los toreros deberían matarse entre ellos y los toros son la vergüenza de España. Ahí se observaba el nivel de información del músico líder de opinión: llega a un país en un momento en que los acontecimientos se centran en el abuso, por parte de políticos que juegan a ser banqueros, de los fondos públicos; en el inmenso enriquecimiento de quien hasta ahora pasaba por ser el padre de la ‘patria catalana’; la terrible negligencia de la administración del estado en materia de salud que nos ha llevado a tener una sanitaria infectada de ébola…, un país donde los partidos políticos contratan a ladrones para poder seguir manteniendo estructuras que no les corresponden, donde el presidente del gobierno tiene relación con esos ladrones y les manda mensajes de ánimo, donde presidentes de comunidades autónomas se pasean en yate con narcotraficantes, donde se roba el dinero destinado a paliar el paro, donde no queda un puto estamento administrativo que no haya sido pasto del saqueo… Cinco millones de parados, cincuenta por ciento de paro juvenil, crisis política, institucional, ética, moral y económica, desconfianza en las instituciones, problemas de representatividad y el Morrissey cree que la vergüenza nacional son los toros. Como músico Morrissey es un fenómeno, como analista social no vale tres pelas. Hay que entender su posición: Morrissey vive en una jungla en la que los lomos de los animales no le dejan ver las ramas, ni los árboles, ni nada de nada. Y tampoco es que él quiera verlo; mientras pueda sobar lomo, Morrissey contento.
Más allá de los ideales de cada uno, que son muy libres por muy poca base intelectual que tengan, el verdadero problema aquí es que se le ha dado carné de líder de opinión al primer activista o ‘artista’ que sale en la pantalla o se sube a un escenario. Es norma general de este país: pensamos que el hecho de que una persona cante, dibuje, haga cine o se manifieste disfrazado de perro ya lo convierte en filósofo y morimos porque nos cuente su visión de la vida.
No busquen ustedes en los medios filósofos de verdad, no aparecen. Es mucho mejor tratar como tal a cualquier individuo convertido en producto comercial. Ese es nuestro nivel intelectual y esa nuestra percepción de la intelectualidad.