La magia del toreo anda siempre cubierta entre bambalinas en todas las tardes de toros. Muchos días se aburre soberanamente y se queda dormitando en los huecos y esquinas que la cobijan. En cambio otras, hay que reconocer que no son muchas, le da por saltar al ruedo y hacerse visible en las telas de algún oficiante. Pasa solo de vez en cuando porque la magia es perezosa y poco amiga de dejarse ver. Como decía aquel, esto del toreo es arte y el arte no pasa todos los días. En realidad, el arte sí pasa todos los días, dentro y fuera de una plaza de toros. Está en el aire y en la armonía de las cosas, en el orden de la naturaleza, en la tarde tormentosa que deja cielos violáceos y grises partidos por el rayo, o en las pesadas y soporíferas calorinas de mayo. El arte nos rodea aunque no seamos conscientes. Un día el arte llama a la magia y entonces florece la estética del toreo, verbo y acción, de la manera natural. He ahí la belleza, algo tan presente y tan difícil de materializar.
Salimos de la plaza el jueves toreando de salón, intentado cogerle el aire a un natural de trazo largo que se mueve a un ritmo para el que los medidores del tiempo no tienen todavía una medida. Relajando los hombros y metiendo la barbilla en la garganta, los riñones hacia dentro y el cuerpo en desmayo mientras con la izquierda dibujamos playas de desgana en los adoquines de la calle. Meditando sobre todos esos parámetros que conforman las artes plásticas que en movimiento conjugan la confrontación de fuerzas de distinta magnitud, en distintas dimensiones, la horizontal contra la vertical y la fusión de ambas en pos de lo sublime. Ginés Marín llenó el éter de Madrid de oles que surgían de gargantas que querían decir ole pero que a penas lo habían hecho en lo que va de feria. Marín despertó la memoria del toreo sentido, ya casi olvidada en los tiempos que corren, nos recordó que todo esto tiene un motivo, un por qué. Que andamos por las plazas buscando algo que conocemos pero que no sabemos dónde está, algo que de pronto aparece y que por ello merece la pena el peregrinaje. Despertaría también las envidias de muchos, de quienes han impuesto la estética por encima de todo porque hasta ellos mismo fueron entonces conscientes de la falta de fondo y la artificialidad que proyectan sus faenas. La estética del toreo surge del abandono del cuerpo y la mente de un torero frente a la intención concreta de pelea que desarrolla un toro bravo. Si el toro no marca la pauta de la emoción, la estética se dibuja pero no suena, no huele no se hace tangible, no tiene sabor; carece de sentido. Hay faenas tan bellas que trasmutan lo intangible, lo inmaterial, en algo sólido y palpable, susceptible de ser guardado en el cajón de la mesilla de noche, junto a otros objetos de valor sentimental.
Queda feria por delante y quizás otras faenas tan sentidas como la de Marín estén por llegar. Es posible que la magia esté esperando para desperezarse a la segunda tarde del jerezano. En lontananza, hay incluso carteles sin cerrar esperando al desarrollo de los acontecimientos, como el de la Corrida de la Cultura que deja abierta una puerta para ‘un triunfador’. Se ve que es éste un cartel que se ha confeccionado pensando en el toreo estético. Pasa con ese cartel que encuentra ciertas dificultades para su remate. Imaginemos que uno de los triunfadores fuera uno de los toreros, con todas las letras, que se vestirán de luces en la llamada semana torista. La confección quedaría un poco extraña. Marín, el primero en coger la moneda en esta feria de San Isidro, sería sin embargo un remate muy adecuado para ese día ya que podría aportar una solución a la notable carencia con la que nace ya ese cartel.
Con veinte años recién cumplidos Marín ya sabe lo que es tocar el cielo de Las Ventas que es en sí tocar el cielo del toreo todo. Ahora hace falta que los que mandan en ese cielo todo se acuerden de él, que haya coherencia, verdad y honestidad en las contrataciones. Para que la magia y el arte no queden en flor de un día.