Una vez más casi que ha concluido la temporada actual y, al respecto de los toreros heridos tenemos que seguir hablando de los mismos; una pena, pero es así. Es cierto que no podemos culpar al sistema –o quizás sí- de las heridas de los toreros, pero sigue siendo preocupante que siempre caigan los mismos.
Normalmente, como antaño sucedía, los toreros que siempre resultaban heridos eran los que más toreaban por aquello de la proporción; es decir, más festejos, más riesgo para la integridad física. Ahora todo ha cambiado, para mal, claro está. Se da la curiosa circunstancia de que los que más torean no los hiere ni Dios y, los desdichados, esos caen corneados casi todos los días.
Aunque parezca mentira Fortes salió con vida en Madrid
Es cierto que enfrentarte a un toro siempre tiene su riesgo, la cosa más lógica del mundo; pero hay toros y burros con cuernos. Recuerdo una imagen de este verano en una determinada plaza en que un toro de Juan Pedro derribó a Morante y, al verle en el suelo, el toro, cual burro al uso, reculó, se quedó mirando a Morante y parecía que le estaba pidiendo perdón por haberlo derribado. Lógicamente, el diestro de la Puebla no sufrió daño alguno. La imagen la volvimos a ver el pasado domingo cuando otro toro de Juan Pedro volteó sin querer a Manzanares y el alicantino salió totalmente ileso. Ya comprendo porque todos los toreros, los que pueden, piden los toros de Juan Pedro, sencillamente porque los diestros saben que, si te coge un toro de dicho ganadero puede derribarte, pero nada más que eso porque al final hasta te pide perdón.
Siendo así, ¿quiénes han sido los heridos? ¡Los de siempre! Para que nos hagamos una idea de cómo funciona el asunto debemos decir que, por ejemplo, Juan José Padilla, hasta que un toro de Ana Romero le arrancó el ojo en Zaragoza, el jerezano había sufrido un montón de cornadas; pero ay amigo, ingresó en la cofradía de las figuras y, salvo algún que otro revolcón, apenas ha sido corneado habiendo toreado más que nadie. Dicho lo cual, se explica muy a las claras porque todos los toreros anhelan lo que solemos definir como el toro de las figuras.
En esta cogida entregó su alma a Dios, Víctor Barrio
Es salirnos del circuito de los señoritos y es cuando empieza el problema, el dolor, las cornadas, la sangre derramada, casos de Manuel Escribano, Román, Fortes, Emilio de Justo, Tomás Joubert, Juan Leal, Juan Bautista, Paco Ureña y una larga lista de hombres de la “segunda división” del toreo, todo ello al margen de muchos novilleros que han dejado su sangre en los ruedos, unidos claro está, a un gran número de subalternos.
Ante lo dicho podríamos aferrarnos a lo que llamaríamos mala suerte y, quizás acertemos; pero ya resulta curioso que esa “mala suerte” de la que hablamos solo tenga cita con los toreros de menor renombre y, casualmente, los que lidian los toros encastados; es decir, el toro de verdad. Lo que estoy diciendo no es ninguna novedad; toro chico y noble, billetes grandes del banco de España; toro grande, duro, correoso, de los que dan cornadas por doquier, dinero ínfimo y mucha sangre derramada.
Siendo así, ¿duda alguien que existan dos clases de fiesta? La grande, la de los señoritos, la del glamur, la de las gentes del clavel que acuden a ver a sus ídolos a sabiendas de que asumen un riesgo casi que nulo; y la otra fiesta, la de los pobres que admiran la grandeza del toro, la valentía de los toreros y de la que muchas veces se tienen que tapar los ojos para no ver el horror que producen las cornadas que dichos diestros sufren.
¿Con qué fiesta nos quedamos? Cada cual puede elegir, está en su perfecto derecho. Lo triste de la cuestión es que pasarán mil años y todo seguirá igual; el pez grande se seguirá comiendo al pez chico. ¡Qué pena! Confiemos que para el año venidero, Simón Casas, en Madrid, para cuando monte la feria de San Isidro que tenga los cojones de hacer el sorteo como ha hecho en la feria de Otoño de este año para ver si, de alguna manera cambio el signo de algunos diestros. En su mano está.
Fotos: ABC.es