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El primer grito que oí en los tendidos de Céret fue “morrillo, morrillo” dirigido a un picador que a la postre era candidato a la mejor suerte de varas, pero no era bastante, no había picado suficientemente en el morrillo para lo que se pide en Céret y para lo que exige el arte de picar toros a caballo.
Había llegado a un santuario en defensa de la suerte de varas, en defensa del toro de lidia en definitiva. Incluso para los ojos de un aficionado razonablemente integrista, como tiendo a considerarme, había sido una buena vara, pero no suficientemente adecuada para Céret.
En realidad lo que pide el público del enclave catalán que defiende la corrida de toros, no es nada más que lo que tantas veces hemos oído de cómo debe ser la suerte de varas. Citar al toro en contra de su querencia natural de chiqueros, ofrecer el pecho del caballo que para ello tiene suficiente movilidad, clavar en el morrillo o lo más cerca posible y, dato fundamental, utilizar la puya como vara de detener, no como vara de castigar, por lo tanto no se recarga, no se rectifica, no se ensaña. Si el toro necesita más castigo se le pone más veces al caballo, tres, cuatro, las que sean necesarias, pero en todas ellas hay que seguir el mismo criterio, detener, no rectificar, no recargar, en resumen respetar al toro de lidia que es la esencia de la corrida de toros.
Con esta jubilosa perspectiva la corrida de toros aparece como un gran espectáculo, al que se añade la elección de ganaderías (élevages, s’il vous plaît), propicias para ello. Formales Cuadris de gran tamaño y noble comportamiento de los que los dos últimos de mayor trapío y edad ofrecieron su versión más encastada. Intrépidos Palhas que iban con inusitada presteza al caballo aunque su comportamiento posterior fuera menos formal y previsible, pero que alternaron la buena nobleza que extrajo Iván García del cuarto, con la listeza del tercero al que dio adecuada réplica Alberto Aguilar. Severos Escolares siempre atentos al descuido del torero que se encontraron con la horma de su zapato en una vibrante, decidida y valiente faena de Fernando Robleño al cuarto, ejemplo de dominio del oficio del torero sobre la casta desbordante del toro.
Paseíllo en Céret Pero no sólo se defiende la suerte de varas, la corrida de toros es liturgia y eso también se cuida, desde la reivindicación de su identidad catalana presente en la interpretación de sus himnos, Els segadors al principio y La santa espina antes del sexto toro y en las banderolas que cuelgan en la plaza, que parecen tener el punto entrañable de expresión de costumbres más que de reivindicaciones patrióticas tan desagradables a los que descreemos de las patrias propias y ajenas, hasta el respetuoso detalle de pintar en el albero el hierro de la ganadería titular que figura asimismo en los burladeros o la sencilla información del nombre del torero durante toda la lidia del toro o la indicación del picador en la tablilla. Detalles que ayudan a mejorar la corrida que no desmerece a pesar de las apreturas en los tendidos o los altos precios de las localidades.
Fantástica y recomendable experiencia la corrida de toros en Céret. Espectáculo de gran altura. Demuestra Céret que la defensa de la casta del toro de lidia pasa por la importancia de la suerte de varas y que este es el único camino de futuro para la fiesta de toros en el siglo XXI. |
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