6.f. Visión, considerada en principio más ajustada a la realidad, que viene favorecida por la observación ya distante, espacial o temporalmente de cualquier hecho o fenómeno."

No es sencillo, para un pamplonés, coger los bártulos y dejar la ciudad atrás un 4 de julio. Es jodido. Hablando en plata. Relativamente común es, siendo de fuera, creer que la fiesta en Pamplona estalla de un día para otro, que pasa de cero a cien en veinticuatro horas. Ingenuos. Esto viene a ser como una olla: el pitorro salta en un momento concreto, pero a sus espaldas trae el largo run run de la cocción. Y aquí, entre los peldaños de la escalera sanferminera que a duras penas vamos coronando y la cuenta atrás del reloj de Kukuxumusu que preside Estafeta, la cocción es lenta pero constante. Rozando lo exponencial, podríamos decir. Y así, a mediados de junio, andamos todos más calientes que un mechero.

En esas estábamos cuando nos vimos, un siete de julio, con el pañuelo rojo al cuello en algún lugar de Europa de cuyo nombre no quiero acordarme. Hace unos años, pero tampoco tantos, todo lo hubiéramos sentido más lejano. Sin redes sociales ni mensajería instantánea, era más fácil mantenerse al margen de cualquier vorágine. Ahora, sacas el móvil del bolsillo y prácticamente te llega el olor a kalimotxo. Digamos que entre las fotos que recibes y las que se cuelgan, eres uno más. Que te falta poco para sufrir también tú la resaca de la noche anterior. Te ves, a miles de kilómetros, incomprendido en medio de guiris y cerveza. Pero qué cerveza.

Yendo al grano, y con la ventaja de hacerlo a toro pasado, vas sacando conclusiones. La más positiva, e importante, es la perspectiva que te da la distancia. La distancia, tantas veces odiada por tantos, permite a veces que se desempañe ese cristal por el que miramos. Por gracia tiene el don de la perspectiva, que sin ser un bien en sí misma, es un medio idóneo para acercarse, de la manera más fiel, a la realidad. La perspectiva unas veces nos abre los ojos y nos muestra que íbamos por el camino equivocado. Otras, nos hace creer más fervientemente en aquello que ya sentíamos como verdadero y nuestro, pero en lo que todavía cabía la duda por la subjetividad que implica cualquier distancia corta. Dicho de otra forma, en Pamplona por San Fermín, siento que el toro es la base de los nueve días de fiesta. Lejos de aquí, pero en las mismas fechas, siento, tal y como se vive esto desde fuera, que el toro es algo así como el Rey Sol.

El Rey Sol, apodo con el que se conocía a Luis XIV de Francia, creó un régimen sumamente centralizado, prototipo de monarquía absoluta en Europa. Algo parecido ocurre en Pamplona entre el 6 y el 14 de julio con el toro. Dueño y señor de las calles del casco viejo pamplonés a las ocho de la mañana, llena las pasarelas de los corrales a mediodía para su apartado y enchiqueramiento, y agota prácticamente el papel a las seis y media de la tarde todos los días. La peregrinación a los corrales del Gas para conocer las ocho corridas, siempre cabeza de camada, que los ocho afortunados ganaderos envían a San Fermín es ya un rito. La repercusión mediática que tienen los encierros ha sobrepasado, desde hace ya mucho, las barreras europeas y cualquier medio internacional se hace eco de las carreras. Sin duda es la fiesta más famosa a nivel mundial, y sin duda su estandarte es el Toro. 

Pocas, muy pocas ferias, tal vez ninguna, permite conocer al toro de la forma en la que se puede hacer aquí. En unos tiempos en los que la fiesta de los toros es atacada por muchos flancos, incluso desde dentro, es necesario permitir, tanto al aficionado como al que está en virtud de serlo, la posibilidad de conocer, de manera más estrecha al pilar de este rito: el Toro. Pamplona es referencia en muchos aspectos. También se le pueden criticar muchas cosas. Pero lo que es irreprochable, es la forma que tiene de cuidar esta nuestra afición. Esta nuestra pasión. Casi una religión. La base de todo es el Toro. Todo pasa por el Toro. Lo primero es el Toro; de lo demás ya se hablará. Y en Pamplona, el Toro se escoge a primeros de noviembre, el Toro es expuesto en el Gas una semana antes de ser lidiado, el Toro capta la atención de millones de personas a las ocho de la mañana, y el Toro llena una plaza de veinte mil personas a las seis y media de la tarde. 

Creo que si las ferias punteras cuidaran y dieran a conocer el ganado a lidiar como se hace aquí, conseguiríamos bastante más de lo que se consigue con la creación de asociaciones que, a día de hoy no llevan a ningún sitio, o con el hecho de que dieciocho tíos hagan el paseíllo desmonterados cada tarde.

Ahora, Pamplona vuelve a ser la ciudad pequeña que encoge todavía más en agosto. Un mar en calma tras la tempestad. Una ciudad todavía con agujetas. Una olla, ahora sin agua, pero que poco a poco, con la llegada de la cuesta de enero, irá despertando del letargo invernal e irá escalando peldaños para acabar explotando el séptimo día del séptimo mes. Volveremos a la monarquía absolutista, volverá a reinar el Toro. Carlos III dijo aquello de todo para el pueblo pero sin el pueblo. En Pamplona, por San Fermín, todo es para el pueblo, pero con el pueblo. Y no nos va tan mal.

Allí estaremos, y esta vez intentaremos contarlo desde la distancia corta, aunque la perspectiva no sea la mejor. Viva San Fermín 2016.