Esta mañana he salido a darme mi paseo cotidiano. Hacía frio, bastante frio, el termómetro que corona el hotel Santiago marcaba un grado. He ido bien pertrechado, un recio chaquetón y bufanda anudada al cuello me hacían sentirme bien. Quizá me faltase una torera gorra para tapar mi cráneo ya despoblado. Aún había poca gente en el Pasaje del Comercio, dentro de poco esta calle se convierte en un bulle bulle desorbitado. En la tranquilidad que respiraba he recordado los días de toros, justo en el inicio de este pasaje la banda de música inicia su pasacalles con Martín Agüero; sus notas despiertan los sentimientos en el caluroso agosto. Hoy todo estaba helado.
He desembocado en la plaza de Santa Margarita y, sobre el altozano, veo el coso que lleva su mismo nombre. Los mástiles están desnudos, las banderas sólo están colgadas en días de toros. Bordeo sus jardines y me dirijo a la puerta de arrastre que está entreabierta. Me cuelo. No hay nadie, la soledad impera en el patio de caballos, escucho mis propios pasos. La higuera, que tanto frescor nos transmite con su sombra en verano, está desnuda, ha perdido sus hojas y sus ramas piden una poda.
Lo más emotivo para mí hoy en la plaza de toros son sus caballerizas, allí está perenne la imagen de un gran aficionado, de mi gran amigo. Trasmite tranquilidad su pose serena. En más de una ocasión ambos nos hemos recreado viendo estos pesebres donde pacen los caballos de picar y el resto de la plaza; hoy lamentablemente he tenido que hacer el paseo sólo, desnudo como la higuera.
Consuela el tímido sol al alcanzar la arena plomiza. Es enorme el anillo de esta plaza a pesar de que “El Guerra” en su día consiguiera que se achicase. Desde aquí diviso el palco de las autoridades, justo enfrontilado. Mi mirada a izquierdas y derechas descubre un desierto granítico, sin vida… pero me llega el eco de los días de feria, de tendidos vivos, ruidosos, apasionados. Recuerdo los pitos en mis oídos y como retumban los olés en el pecho.
La arena está perfecta, se podrían dar toros hoy mismo, los gorriones se han hecho los dueños y revolotean buscando qué echarse al pico; entretiene mirarles, trasmiten paz y alegría.
Cierro los ojos e imagino alguna faena rotunda: aquella de Joselito que no finiquitó con la espada. La de José Tomas herido en el mismo muslo y terrenos donde fue herido aquél enorme torero. La de Curro Díaz ante un toro de El Pilar en la que bordó el toreo. Más lejano Manolo Vázquez en un festival junto a Paula y Fuentes; faenas de éste último que fascinaban a los aficionados. Abro los ojos y el escenario es el mismo: frío y desolado.
Giro ciento ochenta grados y me encamino de nuevo hacia el patio de caballos. De nuevo aparece la imagen de mi amigo, levanto ligeramente la mano para transmitirle mi adiós… y esbozo, levemente: “Adiós Manuel”.
Siempre me resulta gratificante este paseo, aunque lo haya hecho miles de veces me despierta la afición aletargada en invierno. Es mi tierra y mi plaza: Linares.